jueves, 5 de febrero de 2009

EL OTRO LADO DEL RÍO

Anoche salí a caminar por el bulevar, me encontré por ahí a algunos conocidos que paseaban a sus perros. Se me ocurrió bajar los pocos escalones hasta el río. Un hombre pescaba en el agua revuelta. Volteó a verme. Le miré. No nos dijimos nada. Había un perro echado a su lado que sólo levantó la cabeza un poco para mirarme, luego volvió a ponerla entre las patas y cerró los ojos.
-¿Buena pesca? -dije, por fin.
-No, nada...
-¿No es cierto eso de "a río revuelto..."?
-El mundo es el revuelto, joven. Más que lo que pueda estar el agua, íii.
Volvió a lo suyo. Me quedé de pie mirándolo. Al poco tiempo bajó un chaval de mirada perdida...
-¿Qué hay, eh?
Le miré. Volví a la faena del pescador. El chaval extrajo un carrujo y lo encendió parsimonioso.
-Revuelto... íii... -supuse que el pescador aludía al chico.
Estuvimos así unos minutos. De reojo miré al recién llegado. Tenía todas las fachas de un rastafari.
-Antes, yo era artesano -dijo de pronto, como reanudando una conversación, todos volteamos a verle-. Hacía con mis manos collares y libretas. Las vendía en el parque...
Se quedó en silencio. Siguió en silencio. Continuó así...
-¡Bueno! ¿Qué más? -estallé.
-Ahora -dijo, lentamente, soltando el humo y mirando la brasa como si fuera un científico al microscopio- nadie quiere mis collares. Lo que quieren es trabajo. Tener pá la comida...
-La culpa la tienen los que no planificaron la familia... ¡eso! ¡Íiiii!
Me di la vuelta y seguí a lo largo de la orilla. Atrás, el chico ese y el pescador continuaban hablando de demografía. En algún momento pasaron a hablar de cuarzos curativos y de chamanes. Subí hasta el bulevar por la escalinata a un lado del Puente Tenechaco II.
La curva suave de la ciudad, con su bulevar destrozado arrojaba una triste luz desde las lámparas del alumbrado. A mi lado pasaron dos muchachitas con un perro con correa. No supe si ellas llevaban al perro o al revés.
El agua se agitó un poco. El restaurante flotante se agitó un poco. La noche se agitó un poco. Un auto solitario pasó a vuelta de rueda, de su interior brotaba música estridente. Un brazo femenino surgió de la ventanilla que se deslizaba hacia abajo. La mano soltó los dedos y una lata de cerveza rodó por la calle.
De uno de los restaurantes del bulevar escapaba música tenue. Las ondas musicales se desvanecían en el aire que olía a mar.
Decidí regresar.
Al llegar a casa noté que nada había cambiado. Me desnudé con dolor. Me eché a la cama y dormí hasta bien entrada esta mañana.
Hace unos minutos miré el refrigerador. No ha cambiado mucho de ayer a hoy. Mi vecina se empeñaba en cortar una rama de su árbol que da a la calle. Guille, quien fuera su nana (y ahora de sus hijos), le ayudaba. Me sorprendieron en mi jardín, observándoles. Guille entró a la casa a por algo. Mi vecina me sonrió.
-¿Te ayuda mucho ella, verdad?
-Sí -me dijo.
Luego, echando una rápida mirada al interior de la casa, susurró:
-Creo que a fin de mes voy a tener que decirle... no sé cómo... que ya no puedo pagarle.
Así que también Guille. En fin. Me conecté a la red y empecé a escribir esto.

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